lunes, 9 de diciembre de 2013

Aquella fiesta urgelliana:

La humedad me corroe en esta fría sala, en la que unos desconocidos me prestan una mesa para trabajar. La fábrica está en medio de un bosque de eucaliptos, a beira mar plantado, en esta esquina de Europa en la que parece que el tiempo se ha detenido. Tengo los pies como cubitos y la cabeza recalentada. Es lo que tienen las bombas de calor. Lejos queda el fantasma de mi figura postrado sobre una alcantarilla de una bulliciosa plaza de Madrid, vomitando mis errores para poder entrar en el siguiente, bar, pub, discoteca o fiesta cuyo anfitrión conozco, como siempre, muy de lejos. Si fuera menos mojigato, si fuera menos tonto, sería ladrón de ceniceros. Hay piezas únicas pero sólo se encuentran en esas fiestas privadas. En los bares ya sólo encuentro esos cenicerones de cristal, pero sólo en los pubes setenteros. Desde que han prohibido fumar en los establecimientos públicos, ahora los llenan de caramelitos, cacahuetes o palomitas para acompañar cada consumición.

¡Vaya! Mi cabeza ya se ha ido otra vez de viaje mientras contaba las manchas de humedad del techo. ¡Tengo que concentrarme! Me sorprende que el ordenador aún funcione con esta puta humedad. Deberían darle un premio al fabricante. Vamos al tajo, pero antes, otro vistazo al mail: ¡Ooh! ¿Quién es éste que me ha escrito? Tiene un blog! Parece bastante friki. Voy a contestarle.


Una puerta fría y sucia con una realidad paralela a explorar. Un cine medio vacío y una mala película de estreno. Una tormenta atlántica rompiéndome el cerebro. El placer de contemplar a la gente haciendo sus compras en un supermercado, imaginar sus vidas. Pizza congelada para cenar. Sorprenderme a mí mismo con la mirada perdida en el recuerdo de las fiestas universitarias de antaño mientras un cliente me aburre con su enésimo argumento para no comprar. Una crisis que no era crisis pero que ahora si que es crisis, de verdad de la buena. Una rueda pinchada y tres paletos metidos a ingenieros intentando decirme como cambiarla. Un alien con corbata en un pueblo perdido cuyo nombre no sabe pronunciar bien, porque si no fuera así, no se hubiera perdido. Un taxista al que no le pagaría porque me ha metido en el peor de los atascos. Seis horas en un aeropuerto en Navidad y ¿dónde coño están los aviones? Ni uno en pista.
Un whiskito en el Casino, tres carteristas en un tranvía y una luna bajo el mar.


Y yo a esta gente ¿de que la conozco? Total: la gente cambia y entonces éramos una caricatura. No sé, voy a quedar con ellos. A lo mejor hasta son divertidos. El messenger por lo menos, ha sido bastante graciosete. Me pica la curiosidad. Se acuerdan de cosas que yo ya no recordaba y al oírlas, me caigo mejor. Hace dos vidas que no los veo. Aprovecharé que voy a Barcelona para ver el percal. Han dicho también algo de una fiesta...


Desde aquella fiesta soy otro, de verdad, de verdad, de verdad de la buena, o sea, no he conseguido robar ceniceros, pero me he meado en dos o tres. Vamos, que no ha cambiado nada pero todo ha cambiado y la cerveza hace de orinar. ¡He vuelto a tener 20 años! Bueno no, pero las canas si estás más gordo se ven menos y se escriben casi como cañas. ¡Por una eñe de nadaaa! Ahora sería rico, o amarillo, como Bart Simpson. No cojo un taxi ni que me maten, salvo que el taxista sea argentino y me aburra hablándome de economía. ¡Y deseconomía! Ahora los móviles con internet sirven para algo o para casi algo.

¿Quedamos?

Mr. X. Absurdo. Que no sé que me cuenta, no sé que.



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