miércoles, 15 de abril de 2015

Tokio Skytree:

Sora contempla la Torre Eiffel sin salir de Tokyo. Sólo la coloración rojiblanca de la estructura le recuerda que no está en París. Vista desde los 450 mts de altura de la nueva Skytree, la vieja Tokio Tower parece un juguete. En el interior del moderno mirador se da la temperatura perfecta y el murmullo de fascinación de los visitantes substituye al molesto paisaje sonoro de la metrópolis. Sólo en Tokio serían posibles dos torres descomunales.

Sora es un Hikikomori atípico. Aislado desde el exterior, desarraigado y miedoso al que el mundo le parece un lugar peligroso, detesta el contacto humano pero a la vez le gusta estar rodeado de multitudes y de ruido, sin tocar a nadie ni hablar con nadie, rodeado y desapercibido, un anónimo en un decorado animado. Sora ha creado una burbuja perfecta dentro de la cual se pasea, levitando sobre la ciudad y el mundo. Una burbuja que es el mirador de una torre imposible. En un abrir y cerrar de ojos, la gigantesca sala se vacía de gente y se hace un silencio metálico con zumbido eléctrico maquinario de fondo.

El interior de la torre es incierto y futurista. A decir verdad, Sora no ha estado nunca en esa torre, ni en Tokio, ni tampoco se llama Sora. De hecho, es posible que aún no esté siquiera inaugurado el mirador de la nueva Skytree. Por eso imagina el espacio como quiere. Sora es en realidad una habitación cerrada situada en las afueras de alguna ciudad de un cualquier país de Europa central. Una habitación cerrada con un nudo en la garganta que preocupa a sus padres y a su familia. El falso Sora imagina y delira un falso Tokio con ideación futurista, intentado proyectar los hologramas de sus semejantes en aquel lugar. Ha oído hablar de ellos y de sus rarezas como de una raza aparte, que su cabeza confunde con leyendas de samurais y dibujos de Godzilla. Se siente más próximo de ellos que de su propio entorno. Conoce sus historias sin haberlas vivido, empatizando con lo desconocido.

Como todo Hikikomori, Sora se enfrenta al dilema de salir de su estado o sucumbir y quedar atrapado para siempre en su habitación como la sombra technicolor de Superman en la cámara de rayos solares, consumido por delirios de grandeza y por el vampírico ciberespacio.
Pero como no es lo mismo un europeo que un japonés, un buen día Sora reacciona, da el paso de hacerse mortal y empieza a bombear sangre roja por las arterias por las que antes sólo fluían megabites de enfermiza información. Sora abre la puerta de su mundo y se enfrenta al sol. El cielo iluminado al fin por el sol. Su familia le habla, pero Sora nunca contesta. Y decide marchar en viaje. Un viaje iniciático hacia su nueva vida para el que sabe que deberá dejar todo su mundo atrás, dejando huérfanos su celda, su habitación, su creación.

El viaje a Tokio resulta demasiado caro, pero Sora necesita ir en alguna dirección. Ha comprado por internet un billete a París. Al menos podrá subir a la Torre Eiffel, pintarla de rojo y blanco en su cabeza a imagen de la Tokio Tower y fingirse Sora, el auténtico, culminando la hazaña de matar con su espada al dragón inmune a las radiaciones nucleares. Sólo así podrá empezar de cero una gris y convencional vida occidental que mal puede esperar a reunir el dinero para alcanzar su destino final allá donde el Pacífico acuna al Sol y culminar este previo y necesario viaje. Planea encontrar un trabajo en esta escala en el que no tenga que hablar mucho y con el que pueda ahorrar para continuar su viaje hacia el auténtico Tokio.

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Tarde otoñal en el Campo de Marte. La fría llovizna desaconseja subir a la torre, pero Sora parece decidido. En la cola para comprar su ticket, se topa con algo con lo que no había contado su calculadora mente:  turistas japoneses. Quizá no era tan listo como creía cuando estaba en su celda de yeso. Es lo que tiene la vida extramuros, te hace sentir inferior.

Todos los japoneses van en grupo. Parecen felices y aparentan estar disfrutando de la visita. Con sus chubasqueros azules y sus gorros de pesca se alejan de la idealizada imagen que Sora tiene en su cabeza. Una vez en la torre, en un acceso agorafóbico, Sora angustiado decide evitar el gentío y los ascensores, huyendo por un conjunto vedado de escaleras. Le falta el aire, hace días que dejó su casa, la aventura se le hace grande, la cabeza le va a estallar con tanta novedad y cree que no lo conseguirá, pero hay algo que ha aprendido en su huida hacia adelante y es que no hay vuelta atrás. No quiere volver a su habitación y ya ha llegado hasta aquí. Sora se plantea definitivamente acabar a lo grande. Conforme va subiendo, la sensación de vértigo tan ligada al humano espíritu de supervivencia, se contradice en Sora en una peligrosa y antinatural atracción hacia el vacío. Jadeando, llega a una plataforma y se detiene a recuperar el aliento. Es entonces cuando lo ve: la oscura figura de un joven japonés que parece tener su misma edad se yergue ante él. Parece haberse extraviado del grupo o quizá se haya zafado del resto y su familia le esté buscando. Pálido y tembloroso, entre aterrado y aterido, contempla fijamente el vacío, pareciendo balbucear unas palabras en japonés. Quizá reza una oración o quizá habla sólo mientras se aferra con las dos manos a la barandilla, pareciendo sostener él enteramente la torre con todas sus fuerzas, como un castillo en el aire. Sora decide salir de su aislamiento y le grita la única palabra de japonés que conoce - ¡Sora!- El joven se gira asustado y le clava la mirada. Se acerca entonces a nuestro Sora a quién la penetrante mirada oriental le intimida. De repente el joven agacha la cabeza y esquiva a Sora desapareciendo escaleras abajo, mientras a éste le recorre un escalofrío, ese escalofrío que fulmina a quién ha sentido por primera vez el terror de haberse cruzado consigo mismo.


Mr.X a 15/04/2015.

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