Sora contempla la Torre Eiffel sin salir de Tokyo. Sólo la
coloración rojiblanca de la estructura le recuerda que no está en París. Vista
desde los 450 mts de altura de la nueva Skytree, la vieja Tokio Tower parece un
juguete. En el interior del moderno mirador se da la temperatura perfecta y el
murmullo de fascinación de los visitantes substituye al molesto paisaje sonoro
de la metrópolis. Sólo en Tokio serían posibles dos torres descomunales.
Sora es un Hikikomori
atípico. Aislado desde el exterior, desarraigado y miedoso al que el mundo
le parece un lugar peligroso, detesta el contacto humano pero a la vez le gusta
estar rodeado de multitudes y de ruido, sin tocar a nadie ni hablar con nadie, rodeado
y desapercibido, un anónimo en un decorado animado. Sora ha creado una burbuja
perfecta dentro de la cual se pasea, levitando sobre la ciudad y el mundo. Una
burbuja que es el mirador de una torre imposible. En un abrir y cerrar de ojos,
la gigantesca sala se vacía de gente y se hace un silencio metálico con zumbido
eléctrico maquinario de fondo.
El interior de la torre es incierto y futurista. A decir
verdad, Sora no ha estado nunca en esa torre, ni en Tokio, ni tampoco se llama
Sora. De hecho, es posible que aún no esté siquiera inaugurado el mirador de la
nueva Skytree. Por eso imagina el espacio como quiere. Sora es en realidad una
habitación cerrada situada en las afueras de alguna ciudad de un cualquier país
de Europa central. Una habitación cerrada con un nudo en la garganta que
preocupa a sus padres y a su familia. El falso Sora imagina y delira un falso Tokio
con ideación futurista, intentado proyectar los hologramas de sus semejantes en
aquel lugar. Ha oído hablar de ellos y de sus rarezas como de una raza aparte,
que su cabeza confunde con leyendas de samurais y dibujos de Godzilla. Se siente
más próximo de ellos que de su propio entorno. Conoce sus historias sin
haberlas vivido, empatizando con lo desconocido.
Como todo Hikikomori, Sora se enfrenta al dilema de salir de
su estado o sucumbir y quedar atrapado para siempre en su habitación como la
sombra technicolor de Superman en la cámara de rayos solares, consumido por
delirios de grandeza y por el vampírico ciberespacio.
Pero como no es lo mismo un europeo que un japonés, un buen
día Sora reacciona, da el paso de hacerse mortal y empieza a bombear sangre roja
por las arterias por las que antes sólo fluían megabites de enfermiza
información. Sora abre la puerta de su mundo y se enfrenta al sol. El cielo
iluminado al fin por el sol. Su familia le habla, pero Sora nunca contesta. Y decide marchar en
viaje. Un viaje iniciático hacia su nueva vida para el que sabe que deberá
dejar todo su mundo atrás, dejando huérfanos su celda, su habitación, su creación.
El viaje a Tokio resulta demasiado caro, pero Sora necesita ir en alguna dirección. Ha comprado
por internet un billete a París. Al menos podrá subir a la Torre Eiffel,
pintarla de rojo y blanco en su cabeza a imagen de la Tokio Tower y fingirse
Sora, el auténtico, culminando la hazaña de matar con su espada al dragón inmune a las
radiaciones nucleares. Sólo así podrá empezar de cero una gris y convencional
vida occidental que mal puede esperar a reunir el dinero para alcanzar su
destino final allá donde el Pacífico acuna al Sol y culminar este previo y necesario viaje. Planea encontrar un trabajo en
esta escala en el que no tenga que hablar mucho y con el que pueda ahorrar para
continuar su viaje hacia el auténtico Tokio.
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Tarde otoñal en el Campo de Marte. La fría llovizna
desaconseja subir a la torre, pero Sora parece decidido. En la cola para
comprar su ticket, se topa con algo con lo que no había contado su calculadora
mente: turistas japoneses. Quizá no era
tan listo como creía cuando estaba en su celda de yeso. Es lo que tiene la vida
extramuros, te hace sentir inferior.
Todos los japoneses van en grupo. Parecen felices y aparentan
estar disfrutando de la visita. Con sus chubasqueros azules y sus gorros de
pesca se alejan de la idealizada imagen que Sora tiene en su cabeza. Una vez en
la torre, en un acceso agorafóbico, Sora angustiado decide evitar el gentío y los
ascensores, huyendo por un conjunto vedado de escaleras. Le falta el aire, hace
días que dejó su casa, la aventura se le hace grande, la cabeza le va a
estallar con tanta novedad y cree que no lo conseguirá, pero hay algo que ha
aprendido en su huida hacia adelante y es que no hay vuelta atrás. No quiere
volver a su habitación y ya ha llegado hasta aquí. Sora se plantea definitivamente
acabar a lo grande. Conforme va subiendo, la sensación de vértigo tan ligada al
humano espíritu de supervivencia, se contradice en Sora en una peligrosa y
antinatural atracción hacia el vacío. Jadeando, llega a una plataforma y se
detiene a recuperar el aliento. Es entonces cuando lo ve: la oscura figura de un
joven japonés que parece tener su misma edad se yergue ante él. Parece haberse extraviado
del grupo o quizá se haya zafado del resto y su familia le esté buscando. Pálido
y tembloroso, entre aterrado y aterido, contempla fijamente el vacío,
pareciendo balbucear unas palabras en japonés. Quizá reza una oración o quizá
habla sólo mientras se aferra con las dos manos a la barandilla, pareciendo
sostener él enteramente la torre con todas sus fuerzas, como un castillo en el aire. Sora
decide salir de su aislamiento y le grita la única palabra de japonés que
conoce - ¡Sora!- El joven se gira asustado y le clava la mirada. Se acerca entonces
a nuestro Sora a quién la penetrante mirada oriental le intimida. De repente el
joven agacha la cabeza y esquiva a Sora desapareciendo escaleras abajo,
mientras a éste le recorre un escalofrío, ese escalofrío que fulmina a quién ha sentido por
primera vez el terror de haberse cruzado consigo mismo.
Mr.X a 15/04/2015.
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