jueves, 17 de julio de 2014

Nefariam:

Una noche más con aire de última farra del universo mundo. Una cualquiera de principios del siglo pasado o de este, quién sabe. Un cubil gazapera de aprendices de tunantes, esquinazo que ha permanecido inalterable en el arrabal de esta ciudad portuaria y descamisada de historial canalla e infame. Esta ciudad de cuyo nombre no me acuerdo por efecto del aguardiente de antaño o del whisky de importación de hogaño. Ni París, ni Nueva York ni Viena. Huele a Barcelona, Marsella o Belfast. Ese rincón atemporal que está en todas ellas ha recogido hoy como ayer, a lo peor de cada casa. Pagamos 10 €uros sólo por ingresar sin consumición. La última vez pagué en reales de vellón, otrora en maravedíes y si la época es mala, me habré visto pagando en dólares. Más allá del umbral, la peor caricatura de las auténticas discotecas o salas de fiestas de todos los tiempos se hace tosca realidad.

Tras atravesar 7 absurdas puertas, tuvimos que abrirnos paso devorando el algodón de azúcar que flotaba por ambiente, mas con los horrores que allí había, acabamos mejor por regurgitar lo respirado para cubrir de nuevo con un tupido velo los gepetos de los estúpidos adefesios que como amebas allí pululaban anestesiados. ¿Pues no se hallaba en su interior la gente más fea que haya visto en antro alguno?, y no porque sus facciones fuesen especialmente desagradables o deformes, sino precisamente por anodinas. A empujones y pisotones se abrían paso busconas poco afortunadas y sin gracia alguna, pendejos asalariados, caducos y demodés, extranjeros decimonónicos desembarcados de un ballenero, quizá expresidiarios, quizá turistas de crucero all included, llegados del futuro presente. Da igual. Podrían haber copulado entre ellos y haber dado al mundo sus vástagos de cara picassiana y culo daliniano sin problema alguno de compatibilidad, pues a todos les hervía la misma zona: el bajo vientre donde todos sabemos que se halla el cerebro de ciertas criaturas zúmbicas. Muchos hoy no lo saben, pero la mayoría no tendrá suerte esta noche.

Advertí entonces una mudanza en mis amigos. Ni más guapos ni más feos, pero siempre agudos y sagaces, comenzaron sin embargo a mimetizarse con el ambiente en una suerte de contagio banal, haciéndose magma borreguil, horrendo y berrendo, atontados por el calor y el humo. Engañados por el infame garrafón. Me vi entonces reflejado en un espejo y me dieron ganas de arrearme un botellazo a mí mismo, en un intento de borrar la cara de cenutrio mastuerzo que se me estaba poniendo y el orondo aspecto barrigudo, trasnochado y sudoroso de quién ya no tiene edad para salir. A mis treinta y siete años, había cumplido los 52 en un abrir y cerrar de botella.

En un último gesto de lucidez, salimos a la calle y cambió el escenario para el tercer acto, transformado el callejón en el rincón de los descastados errantes. Un encuentro nefando de enanos, bufones, drogados, borrachos, putoncillos sin gracejo, brujas de cara lavada, chamanes accidentales y extranjeros imbéciles que se amalgamaban a las puertas de este infierno apagado en el que no arderá turba alguna en esta ocasión, ni que la propia pida a gritos su propio castigo. Se enzarzaban berreando entre ellos, mientras los porteros imploraban “no me griten!” en un intento de salvaguardar el descanso vecinal, si es que se alojan vecinos detrás del cartón-piedra de que está hecho el barrio. Incluso alguno de mis normalmente cabales amigos, enajenado y alienado como estaba, con cara desencajada y ojos inyectados en sangre, se encaraba con un súbdito noruego que respondía vociferando y vomitando sin distingo entre una y otra acción.

Ya viene el sol y a través del arco del teatro veo como los primeros rayos hacen desvanecerse al espectro del último coche de caballos al otro lado, tornándolo automóvil de baja gama. La luz solar que suele acabar con los vampiros, acaba con el triste sueño de toda esta escoria, que hoy tampoco pilla. Y es que no hace falta pintarse mucho, no hace falta demasiado perfume, ni salir como si no hubiera un mañana. Hace falta arreglarse por dentro, aceptar el paso del tiempo, dejar fluir el espíritu, desimpedirlo, salir si se quiere, dormir si se puede, reír sin forzar, llorar sin plañir.

El tsunami de sol ya va disolviendo el espeso vaho putrefacto del arrabalesco rincón y la ciudad va cobrando personalidad, época y nombre. Ya no estamos en ninguna parte. Los pájaros ya cantan con licencia municipal, las churrerías, hornos y pastelerías acogen a los últimos rezagados y cariacontecidos sus dependientes les atienden sin hacer preguntas. Los quioscos ya hace rato que abrieron y los highlights de los dominicales ponen en situación a los viajeros del tiempo, que poco a poco van saliendo de su shock.

Y yo?

Yo miro al tiempo en mi reloj de bolsillo o en el Casio de pulsera. Me envuelvo con mi capa o me seco el sudor con mi camiseta. Me llamo al orden, me recojo en silencio. Miro al cielo y le hablo como si fueses tú, como si fuese nadie, como si fueran a cortar esta toma que hay que repetir porque no ha valido, como si fuese la última farra y viniesen tiempos serios, graves. Momentos tenebrosos de la historia, que se contraponen a estas intemporalidades. La esencia de la vida contra los instantes. Por eso espero regresar pronto a casa, a cualquiera de las casas de todos los tiempos, para que no me pille el tsunami al albur de este inmerecido día, para hacer ver mañana que esta noche nunca ocurrió.


Mr. X. No era yo.

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