Una noche más con aire de última
farra del universo mundo. Una cualquiera de principios del siglo
pasado o de este, quién sabe. Un cubil gazapera de aprendices de
tunantes, esquinazo que ha permanecido inalterable en el arrabal de
esta ciudad portuaria y descamisada de historial canalla e infame.
Esta ciudad de cuyo nombre no me acuerdo por efecto del aguardiente
de antaño o del whisky de importación de hogaño. Ni París, ni
Nueva York ni Viena. Huele a Barcelona, Marsella o Belfast. Ese
rincón atemporal que está en todas ellas ha recogido hoy como ayer,
a lo peor de cada casa. Pagamos 10 €uros sólo por ingresar sin
consumición. La última vez pagué en reales de vellón, otrora en
maravedíes y si la época es mala, me habré visto pagando en
dólares. Más allá del umbral, la peor caricatura de las auténticas
discotecas o salas de fiestas de todos los tiempos se hace tosca
realidad.
Tras atravesar 7 absurdas puertas,
tuvimos que abrirnos paso devorando el algodón de azúcar que
flotaba por ambiente, mas con los horrores que allí había, acabamos
mejor por regurgitar lo respirado para cubrir de nuevo con un tupido
velo los gepetos de los estúpidos adefesios que como amebas allí
pululaban anestesiados. ¿Pues no se hallaba en su interior la gente
más fea que haya visto en antro alguno?, y no porque sus facciones
fuesen especialmente desagradables o deformes, sino precisamente por
anodinas. A empujones y pisotones se abrían paso busconas poco
afortunadas y sin gracia alguna, pendejos asalariados, caducos y
demodés, extranjeros decimonónicos desembarcados de un
ballenero, quizá expresidiarios, quizá turistas de crucero all
included, llegados del futuro presente. Da igual. Podrían haber
copulado entre ellos y haber dado al mundo sus vástagos de cara
picassiana y culo daliniano sin problema alguno de compatibilidad,
pues a todos les hervía la misma zona: el bajo vientre donde todos
sabemos que se halla el cerebro de ciertas criaturas zúmbicas.
Muchos hoy no lo saben, pero la mayoría no tendrá suerte esta
noche.
Advertí entonces una mudanza en mis
amigos. Ni más guapos ni más feos, pero siempre agudos y sagaces,
comenzaron sin embargo a mimetizarse con el ambiente en una suerte de
contagio banal, haciéndose magma borreguil, horrendo y berrendo,
atontados por el calor y el humo. Engañados por el infame garrafón.
Me vi entonces reflejado en un espejo y me dieron ganas de arrearme
un botellazo a mí mismo, en un intento de borrar la cara de cenutrio
mastuerzo que se me estaba poniendo y el orondo aspecto barrigudo,
trasnochado y sudoroso de quién ya no tiene edad para salir. A mis
treinta y siete años, había cumplido los 52 en un abrir y cerrar de
botella.
En un último gesto de lucidez, salimos
a la calle y cambió el escenario para el tercer acto, transformado
el callejón en el rincón de los descastados errantes. Un encuentro
nefando de enanos, bufones, drogados, borrachos, putoncillos sin
gracejo, brujas de cara lavada, chamanes accidentales y extranjeros
imbéciles que se amalgamaban a las puertas de este infierno apagado
en el que no arderá turba alguna en esta ocasión, ni que la propia pida a gritos su propio castigo. Se enzarzaban berreando entre ellos, mientras los porteros imploraban “no me
griten!” en un intento de salvaguardar el descanso vecinal, si es
que se alojan vecinos detrás del cartón-piedra de que está hecho
el barrio. Incluso alguno de mis normalmente cabales amigos,
enajenado y alienado como estaba, con cara desencajada y ojos
inyectados en sangre, se encaraba con un súbdito noruego que
respondía vociferando y vomitando sin distingo entre una y otra
acción.
Ya viene el sol y a través del arco
del teatro veo como los primeros rayos hacen desvanecerse al espectro
del último coche de caballos al otro lado, tornándolo automóvil de
baja gama. La luz solar que suele acabar con los vampiros, acaba con
el triste sueño de toda esta escoria, que hoy tampoco pilla. Y es
que no hace falta pintarse mucho, no hace falta demasiado perfume, ni
salir como si no hubiera un mañana. Hace falta arreglarse por
dentro, aceptar el paso del tiempo, dejar fluir el espíritu,
desimpedirlo, salir si se quiere, dormir si se puede, reír sin
forzar, llorar sin plañir.
El tsunami de sol ya va disolviendo el
espeso vaho putrefacto del arrabalesco rincón y la ciudad va
cobrando personalidad, época y nombre. Ya no estamos en ninguna
parte. Los pájaros ya cantan con licencia municipal, las churrerías,
hornos y pastelerías acogen a los últimos rezagados y
cariacontecidos sus dependientes les atienden sin hacer preguntas.
Los quioscos ya hace rato que abrieron y los highlights de
los dominicales ponen en situación a los viajeros del tiempo, que
poco a poco van saliendo de su shock.
Y yo?
Yo miro al tiempo en mi reloj de
bolsillo o en el Casio de pulsera. Me envuelvo con mi capa o me seco
el sudor con mi camiseta. Me llamo al orden, me recojo en silencio.
Miro al cielo y le hablo como si fueses tú, como si fuese nadie,
como si fueran a cortar esta toma que hay que repetir porque no ha
valido, como si fuese la última farra y viniesen tiempos serios,
graves. Momentos tenebrosos de la historia, que se contraponen a
estas intemporalidades. La esencia de la vida contra los instantes.
Por eso espero regresar pronto a casa, a cualquiera de las casas de
todos los tiempos, para que no me pille el tsunami al albur de este
inmerecido día, para hacer ver mañana que esta noche nunca ocurrió.
Mr. X. No era yo.
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